jueves, junio 25, 2009

Leyenda del Colibrí de Oro


Fotografía de Luis Mazariegos

Una vez escuché una leyenda andina que me gustó mucho y quisiera contarla ahora. Trataba sobre cómo el colibrí se convirtió en oro.

Se dice que en los tiempos del Tahuantinsuyo, el Inca, hijo del Sol, cuando quería comunicarse con Wiracocha (el hacedor del universo), lo hacía mediante un pututo (caracola) para llamar al gran cóndor (kuntur) para que lleve el mensaje a Dios. El cóndor era el único animal al que se le permitía el acceso al cielo (hanan pacha) pues era el mensajero del Inca, es decir, el que llevaba los encargos y misivas reales y traía luego los consejos y respuestas de los dioses. Así el Inca podía tener la sabiduría suficiente de gobernar de la forma más justa y adecuada.

Cierto día, volando el colibrí (qenqe) todo suelto de huesos entre las flores, se le ocurre una idea descabellada y utópica: quería ver a Dios. Por más que quiso no pudo quitarse la obsesión de la cabeza. Día y noche le martillaba la idea en la cabeza. Como todos sabemos, el quebradizo colibrí jamás de los jamases puede llegar a las alturas donde habita plácido el cóndor. Entonces, el colibrí maquina un ardid: utilizaría como caballo de Troya al cóndor, lo cual era un sacrilegio. Pero al astuto pajarito no le interesaba que pensarían los otros animales de él, pues lo único que anhelaba era ver cumplidos sus deseos. Así es como permanece en silencio planeando la subida.

Con un esfuerzo sobrepajaril, llega al nido del cóndor, donde éste se hallaba espléndidamente dormido. El colibrí, ni tonto ni perezoso se metió dentro del plumaje de las alas del cóndor, y ya allí espera a que el cóndor acuda al llamado del Inca para realizar el viaje al cielo. Efectivamente sucede.

Cuando el cóndor escuchó el hondo clamor del pututo, fue inmediatamente a presentarse al Inca para cumplir con su tarea.

Entonces el Inca le confiesa sus dudas y cuestionamientos que debían ser esclarecidos por Wiracocha. Con las preguntas a cuestas, el cóndor emprende el vuelo hacia el hanan pacha, el cual se iba abriendo a medida que éste volaba cada vez más alto. El colibrí, mientras tanto, no podía ver nada en absoluto porque estaba aterrado y lívido, agarrándose con uñas y pico de las puntas de las plumas del cóndor, para no caerse al vacío.

Ya en el interior del hanan pacha, el cóndor se para en una huaca sagrada para disponerse a hablar con Wiracocha. Pero había un detalle: no le estaba permitido al cóndor ver a Dios de frente, sino que debía voltearse mientras hablaba con el Hacedor. En medio de todo este movimiento, el colibrí ya no aguantó más y sale disparado más rápido que volando fuera del plumaje del cóndor. Tenía que ver a Dios, pues para eso había corrido tantos riesgos, por las puras no iba a haber venido hasta allá. El cóndor se da cuenta del atrevido animalejo y lo comienza a perseguir para comérselo de la rabia por haberlo utilizado para subir al cielo.

En su desesperación, el pobre colibrí volteaba para ver si el cóndor furioso ya lo iba a alcanzar, cuando en una de esas, ve a Dios, cara a cara. El impacto fue grandioso. El colibrí se iba poniendo dorado poco a poco, transformándose en un colibrí de oro (Incode). Ante tal espectáculo, el cóndor enmudeció y retrocedió, pues el picaflor había logrado lo que nunca se le permitió a él.

Para los andinos, el colibrí simboliza el sabio que sabe chupar el néctar de la vida misma. Lo hace utilizando la audacia y la conciencia. El cóndor es el animal más grandioso que existe. En cambio, el Incode es un animal mítico que sólo existe en los sueños de los hombres. Representa al único ser vivo que se atrevió a incorporar a Dios con una chispa de ingenio. No por las puras figura en las líneas de Nazca

Fuente: Incodeperu.org.

Enviado por Juliana González.
Bogotá D.C.

domingo, junio 07, 2009

La vida entre las manos


Mi esposa está embarazada. Lleva treinta y seis semanas de gestación y el doctor le ha prescripto reposo absoluto. El gran nido –que ahora resulta realmente pequeño– es un revuelo con una madre en cama, cuatro pichones agitados por sus tareas cotidianas y el huevo de las cuarentas semanas de incubación inquieto dentro del vientre… ¡Y qué decir del padre yendo y viniendo enredado en los quehaceres domésticos!.

Cocinar resultó más sencillo de lo que esperaba. Los consejos en Internet resultaron útiles a la hora de planificar el almuerzo y cena. ¡Quién lo diría!. También resultó muy útil el lavarropas automático, maravilla de la ciencia moderna del que mi mamá nunca disfrutó. Lástima que no tenemos lavavajillas… pero en esos detalles a veces los niños ayudan, uno lava, otro enjuaga, luego habrá que secar y guardar.

Entre tanto desparramo los picaflores rubíes van y vienen en las ventanas de casa. Los colibríes son visitantes asiduos a muchos hogares barilochenses. Un pequeño bebedero con flores rojas y un almíbar bien preparado los atraen cuando el otoño no les ofrece demasiadas alternativas. El almíbar también necesita de las tareas del improvisado amo de casa. Debe ser preparado con agua hervida y en una proporción precisa de azúcar y agua. Además hay que renovarlo cada tres días máximo para impedir que crezcan ciertos hongos o bacterias que son perjudiciales para el ave.

En estos días fríos que nos han tocado vivir, hubo tardes patagónicas, esas tardes soleadas que llenan de luz las siestas heladas y que magnifican el paisaje haciendo que valga la pena tanto frío y tanto revuelo. Una sonrisa de Dios en medio de tanto vaivén cotidiano.

Fue allí que abrimos las ventanas unos instantes para darle lugar al sol mientras la madre en reposo tejía en la cama grande. Y fue allí cuando entró un colibrí rubí al dormitorio. Allí su aleteo colmó de vida la habitación. Barullo general en el pequeño gran nido. Ya habíamos disfrutado su hermosa corona rubí que le da nombre y que cambia de color al amarillo, naranja y verde tornasolado por sus plumas que refractan la luz. Ahora volaba en el dormitorio buscando escapar por algún lugar.

Resultó difícil ayudarlo a encontrar la salida. Con un trapo, con una escoba, con lo que fuera intentamos indicarle la ventana pero no la encontraba. Para el colmo, otro ejemplar lo azuzaba desde afuera por un gran vidrio, así que la desesperación del pobre colibrí se multiplicaba por atacar a su contrincante, buscar una salida y escapar de nuestras miradas.

Preferimos dejarlo solo, agotando su energía para que no luchara por tantas cosas. Cuando por fin disminuyeron sus aleteos y ya no podía sostenerse en su vuelo, entonces me acerqué y lo tomé usando una tela como red. Luego con suavidad extrema busqué sus patas que él prensó en mi dedo y apreté con suavidad levantando la improvisada red. Allí apareció entre mis palmas la pequeña y magnífica ave. Su corazón latía aceleradamente, sus alas temblaban y sus ojos nos oscultaban con gran curiosidad, tal vez con miedo, no lo noté.

Mi corazón también temblaba. Tenía la vida entre mis manos; una pequeña porción de vida pero una de las más maravillosas. ¡Cuán pequeña puede ser la vida y sin embargo es siempre bella!.

Lo miramos con atención, atinamos a sacar algunas fotos, disfrutamos de ese instante. De pronto el estupor del ave se fue desvaneciendo y recordó sus deseos de libertad, sin poder quedarse quieto comenzó a batir sus alas y querer safarse de mis manos. Me acerqué a la ventana y entreabrí mis dedos. El ave voló libremente hacia el sol de la tarde patagónica.

Lo seguimos por unos minutos y luego, él y nosotros continuamos nuestra cotidiana tarea de vivir.

José Giménez
Bariloche - Río Negro
http://observandoaves.blogspot.com/